Alguien voló sobre la canasta del nido del cuco
- Sergio Vázquez
- 15 abr 2016
- 5 Min. de lectura
Al acabar lo que podríamos considerar un breve período de descanso y anunciar su vuelta a las andadas rompiendo el cristal de la enfermera, McMurphy animó bastante el ambiente en la galería. Participaba en todas las reuniones, en todas las discusiones: con su tartajeo, sus guiños, sus mejores chistes, en un esfuerzo por arrancar una esmirriada risita de la boca de algún Agudo que no se atrevía ni a sonreír desde que tenía doce años. Reunió un grupo suficiente para formar un equipo de baloncesto y no sé cómo se las arregló para convencer al doctor de que le permitiese traer una pelota del gimnasio para ir entrenando al equipo.

El doctor aceptó y McMuprhy fue más allá. Quería vengarse de los enfermeros, tan atléticos por fuera pero vacíos por dentro, y quería hacerlo en su terreno: el deporte. Cada noche nos sentábamos los dos en mi cama, a veces en la suya. Con brillo y pasión en los ojos narraba su partido imaginario, ese en el que vapuleábamos a los enfermeros, en el que yo cogía veinte rebotes y él se erigía como MVP del partido. Pero por muy fantasioso que fuera, sabía que los dos solos no podíamos ganar el supuesto encuentro, y menos todavía sabiendo que yo no tenía pensado jugar. Durante los meses de abril y mayo, que es cuando dijo que se jugaban los playoffs, se dedicó a entrenarlos a todos. Había días que le daban ganas de mandarlo todo al carajo, mientras que en otros rebosaba optimismo y empezaba a picar a los enfermeros. Antes de fijar una cita para el partido oficioso, tenía que conseguir que sus jugadores entendieran la verdadera misión del juego.
— ¡Tirad, cobardicas, tirad!
La timidez y la autocompasión de nuestro equipo era tal, que ninguna se atrevía, no ya a tirar a canasta, sino ni tan siquiera a mirarla. McMurphy pensó que quizás no era un problema tan grave, ya que él tenía una buena mano y podía "cascarse", tal y como él decía, todos los lanzamientos de los nuestros. El resto, tenía que limitarse a correr, correr y correr.
—Seguid practicando, machos, a por esa pelota, os quiero ver sudar
El umbral de mejor pareció llegar al límite. Era el momento de concertar la cita, o bien olvidarse de su idea. Pero el orgullo era ya intragable, así que enfermos y enfermeros se citaron en cuatro días. Los enfermeros querían jugar el partido cuanto antes, sabedores de que si la Gran Enfermera se enteraba peligrarían hasta sus puestos de trabajo. Pero McMurphy intentó por todos los días que la "final", tal y como él la había catalogado, se pospusiera hasta el lunes.
—Solo necesito dos cosas. Un teléfono y mucha, mucha suerte.
El lunes por la mañana enseguida supe que había conseguido su propósito. Su sonrisa y el pelo desenfadado de la conserje delataba que se habían hecho algunos favores mutuos. Nos permitieron ir al gimnasio a presenciar el encuentro entre nuestro equipo de baloncesto —Harding, Billy Bibbit, Scanlon, Fredrickson, Martini y McMurphy, cuando su mano herida no le impedía participar en el juego— y un equipo de enfermeros. Los dos negros grandotes de nuestra galería jugaban con los enfermeros. Eran los mejores jugadores del encuentro, corrían arriba y abajo, siempre juntos como un par de sombras con calzones rojos, y marcaron un tanto tras otro con mecánica precisión. Nuestros jugadores eran demasiado bajos y excesivamente lentos, Martini no paraba de hacer pases a jugadores que sólo él podía ver, y los enfermeros nos ganaban por diez puntos a falta de poco más de tres minutos.
Casi me había olvidado de la cuestión del teléfono cuando entró un nuevo enfermo. O al menos eso nos dijeron, porque tenía pinta de estar más cuerdo que nadie. Dijo que su nombre era Kobe Bryant y saludó a todos con cordialidad. A todos menos a McMuprhy, a quien guiñó el ojo y abrazó como si fueran viejos conocidos. El nuevo, como enseguida le llamó McMuprhy, quiso apuntarse a la partida. A los enfermeros no les hacía mucha gracia la nueva incorporación, pero sabía que de no aceptar la premisa, McMuprhy se chivaría a la Gran Enfermera sobre la poco improvisada final de baloncesto.
El nuevo cogió el balón y pronto desprendió una atmósfera mágica que aparecía cada vez que mimaba a la sucia pelota. Hercúleo pero atlético; confiado pero concienzudo. La primera jugada que protagonizó acabó en la canasta y ya solo perdíamos de ocho. Nos acercamos a seis cuando se metió hasta dentro, aguantó el contacto con el enfermero más corpulento y anotó tras lanzar a tablero. Todos pensaban que había sido suerte. Él y McMuprhy sabían que el azar no estaba invitado a la fiesta.

Todo nuestro equipo se contagió de la energía del nuevo, lo contrario que nuestros rivales, que ahora eran también nuestros enemigos. Botaban el balón con miedo, lanzaban acongojados y estaban literalmente paralizados. Mientras tanto el nuevo corría, o patinaba sobre la pista, como cuando se metió entre dos rivales, y se alzó. Se aupó él y la bola descendió, en una parábola magnífica que instauraba el 96-92 en el marcador. La sonrisa de McMuprhy solo se borraba con sus resoplidos, sin soltar ninguna palabra, pero en el bufido, silencioso y prolongado, se antojaban muchas alabanzas a su conocido. Recuperamos el balón y Bryant decidió que era la hora de los tres puntos. Encaró la esquina y el triple llegó tras tres pasitos. Uno, dos, tres. El partido no era de nadie más que de él. El reloj apremiaba y quedaban menos de 30 segundos, pero nadie de nuestro equipo estaba preocupado. Parecía que el nuevo dominaba hasta el tempo del cronómetro pese a seguir perdiendo, ahora ya por un solo punto. Nuestros contrincantes, rivales, enemigos seguían viendo la canasta ajena diminuta y al nuevo demasiado rápido. Cruzó el campo y anotó lo que parecía un triple. "Estabas pisando", le dijeron. "Lo sé", respondió él. Ya estábamos por delante y, lo más importante, ya éramos invencibles. Con 99 a 96 el nuevo, con las manos imantadas, cogió el rebote definitivo y desplazó el balón hasta McMuprhy, que se subió encima de Scanlon para anotar el definitivo 101-96. Quedaban los segundos justos para no perder el partido, pero sí para que el nuevo saliera ovacionado hasta por los enfermeros.
Al último que abrazó fue a McMuprhy y le susurró algo al oído. Por la noche, esta vez en su cama, cuando me narraba el partido con brillo y pasión en los ojos, me contó lo que le había dicho.
—Durante 20 años me chillabas desde la grada que pasar el balón. Hoy no me lo decías.
Relato ucrónico basado en un pasaje de Alguien voló sobre el nido del cuco, novela escrita por Ken Kesey y adaptada al cine, con Jack Nicholson, fan de los Angeles Lakers, encarnando a Randle McMurphy.
Nota: Todo lo que está en cursiva está sacado textualmente de la novela.
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