Las campanas doblan por mí
- Sergio Vázquez
- 7 abr 2016
- 4 Min. de lectura
"La gente no sabe imaginar el futuro y tiende a repetir el pasado cuando lo intenta", Eduard Punset
Quizá hubiera merecido la pena saltarse la numeración y haber añadido un '6' más a la Ruta 66. Es una carretera diabólico, mucho más que cualquiera que esté concurrida de coches, un lunes, a las ocho de la mañana, lloviendo y con toda la semana por delante. Precisamente por eso, porque es la antítesis a nuestra rutina, es tan escalofriante. No es que sea kilométrica, es que es sempiterna. Hectáreas y hectáreas de cemento en línea recta, siempre soleado, custodiado por las ondas abrasivas del calor. Con suerte, aparece un área de servicio, o lo que es lo mismo, un típico bar de carretera, típicamente desierto, típicamente dirigido por un camarero bigotudo, con botas de cowboy y que está limpiando un vaso con el delantal que cuela de su pantalón. Entras y pronuncia, típicamente, mientras masca típicamente tabaco de mascar: "Está cerrado". Típicamente. Todo típico, común y usual en la Ruta 66, más que nada porque no he estado y tengo que apoyarme en los lugares comunes que mi mente asocia, gracias a películas, documentales u opiniones infundadas por amigos y cuñados.
Mucho antes de que se discutiera sobre si la tierra era redonda, incluso antes de que se discerniera entre el bien y el mal, ya había disputas por indagar en quién resultaba vencedor en las porfías entre el libro o la película. Uno, por inofensivo que parezca ofrece al autor infinidad de recursos a utilizar; y lo que es mejor, dependiendo exclusivamente de él. La otra, altiva y visual, ya depende, además de un director, del dinero con el que se cuenta, de los actores que la interpretan y del lugar donde se rueda. De adaptaciones siempre puede haber buenas o malas; fehacientes o no; aprobadas por el autor o no. Blade Runner, por ejemplo, es una más que libre adaptación de la novela Sueñan los androides con ovejas eléctricas. Philip K. Dick, PKD para los amigos y autor de la obra de arte, aprobó en secreto la cinta mediante una carta que le envió a Ridley Scott. "Mi vida y mi trabajo creativo se justifican completamente por Blade Runner. Gracias... va a ser un éxito comercial. Será una película invencible". Y así fue, aunque sus ojos no lo pudieran comprobar, ya que murió tres meses antes del estreno de la película protagonizada por Harrison Ford. No se puede decir lo mismo de Anthony Burgess, autor de La naranja mecánica. El británico no bendijo la adaptación de Kubrick, principalmente porque este se basaba en la edición estadounidense del libro, la cual suprimió el capítulo 21, el que dotaba de sentido total a la obra, pues Alex elegía por fin y por convencimiento propio, actuar de forma moral y correcta.

En un artículo sobre libros y películas, Pedro Torrijos defiende que "El libro siempre es mejor que la película". Probablemente sea así, aunque él mismo defiende la visualización de la cinta por el proceso litúrgico de ir al cine. Si se me permite, y siempre desde la humildad que me otorga escribir desde un blog con cero lectores, añadiría algo más. Las películas son necesarios para dotar nuestra mente, consciente y sobre todo inconscientemente, de imaginario. Si el libro nos permite imaginar a nuestro antojo la escena, la película confirma nuestro propio montaje, o al menos nos permite ver cómo esa otra persona se lo ha imaginado. Es innegable que la libertad creativa que te aporta un libro es más atrayente que el sometimiento de una película. Sin embargo -o con embargo, ya no sé- paradójicamente son dos procesos que se retroalimentan. El libro te deja ser director, pero solo y exclusivamente gracias a las imágenes que previamente has visto en el cine -o en casa, aquí ya cada cual-.
Centrándonos en las páginas, cuatridimensionales aunque no lo parezcan, más que director te permiten ser un niño malcriado y respondón, capaz de llevar la contraria a maestros de las letras. Por ejemplo, yo contradije a Hemingway. Él me repetía una y otra vez que Por quién doblan las campanas se ambienta en Madrid, en lugares montañosos entre Navacerrada y Guadarrama. Yo, de nuevo humildemente, pasaba de él. Gracias a que había estado antes en la calmosa Sierra de Albarracín, mi mente, casi con libertad, asociaba los verdes bosques que me describía Hemingway a los paisajes del magnífico paradero de Teruel. No iría yo muy desencaminado, pues, justo al finalizar el libro revisité uno de los puntos más altos de la Sierra, en el que, casualmente -o no- residían vestigios de la Guerra Civil, tal y como se leía en un cartel explicativo. Una marquesina que, dicho sea de paso, terminaba adornada con unos versos de un tal John Donne. "La muerte de cualquier hombre me disminuye, porque soy parte de la humanidad. Por eso nunca preguntes por quién doblan las campanas..." Y ahí acababa. Quizás porque yo ya sabía que, libre en mi adaptación, las campanas doblan por mí.

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