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House of Cards y la Nueva Política

  • Foto del escritor: Sergio Vázquez
    Sergio Vázquez
  • 31 mar 2016
  • 4 Min. de lectura

"Un príncipe no ha de tener todas las cualidades, pero es necesario aparentar tenerlas. Me atrevo a decir que, si las tiene y las observa, son dañosas; en cambio, aunque no las tengas, si aparenta tenerlas, son útiles".

El Príncipe, Macquiavelo.

El verbo "devorar" es más que atinado para describir el consumo rápido y desenfrenado de una serie. No solo por su rapidez, que también, sino por la sensación de atiborramiento que experimentas al acabar un copioso manjar. Casi ni te has dado cuenta de lo que has comido, solo sabes -supuestamente- que todo estaba muy bueno y que pagarías por volverlo a disfrutar de nuevo. Sucede tanto en el atracón de series como en el de manduca que necesitas primero hacer la digestión para más adelante cotejar tus sensaciones con tu hermano, amigo, vecino o cualquier persona que pase por la calle. A ti te brillan los ojos mientras le explicas lo bueno que estaba todo o lo interesante que es la nueva trama de House of Cards. Hasta que él te dice: "Sí, pero..." Uy, ese "pero". Desconfía de todo lo que viene antes de un "pero" y tápate los oídos para lo que acontecerá después. Ese "pero", ese intercambio de opiniones, ese yang a mí yin lo descubrí con un artículo de Alberto Rey que sostenía que House of Cards aparenta una cosa y es otra, que sabe que lo aparenta y que probablemente el espectador también. Casi se me cae a mí el castillo de naipes hasta que me di cuenta de lo importante que es aparentar.

Quizás me lo enseñó Billy Wilder gracias al reciente visionado de Con faldas a lo loco. La película es un juego de apariencias en varios planos. El más obvio es el que se aprecia en la propia cinta, cuando Jack Lemmon y Tony Curtis se visten de mujer para huir de la mafia. Pero el verdadero juego de trileros que ejecuta con maestría Wilder es conseguir distribuir una película en la que, al fin y al cabo, aparecen dos hombres travestidos, con lo que suponía en la época. El director austríaco le enseñó la bolita a Hollywood, para luego esconderla y aparentar que solo hablaba de una trama de intriga y amor.

House of Cards es inteligente por jugar con la mujer del César porque es una serie sobre política -o al menos eso parece-, una disciplina donde lo de impostar se lleva y mucho, y aquí el verbo no tiene nada que ver con los impuestos. No es casualidad que en la 4ª temporada Frank Underwood tenga como rival en las elecciones generales al guapísimo y altísimo candidato republicano. "Este tipo es superficial, puro protagonismo, portadas de revista y Twitter", sentencia Tom Yates cuando habla del oponente de los Underwood. ¿Qué es sino la política hoy en día?

Una de las mejores bazas de la serie de Spacey y Wright -la serie es suya y de pocos más- es la correlación con la realidad. Lo plasmó con las primarias y no cuesta imaginar a los creadores cuadrando el calendario de las generales para la próxima temporada. Hasta el tema del terrorismo asoma ya en los últimos episodios de la cuarta entrega. No solo en Estados Unidos la trama se entrelaza con lo visto en los informativos, también en España, de otra forma y más de chiripa, nos son familiares algunos ítems. Sobre todo es así gracias a Pablo Iglesias y Albert Rivera, que otra cosa no sé, pero el marketing sí que lo han traído a la política. Ya lo dijo Anguita en una reciente entrevista: "La política ha entrado en una dinámica de mercado y eso consiste en sacar votos como sea. Los partidos ya no hacen política: sólo se preparan para la siguiente campaña. El marketing lo domina todo".

En España esto quizás nos ha llegado de nuevas, pero en Estados Unidos saben que lo de aparentar es importante y lo que se ve en las series -Mad Men también nos lo enseñó- no es más que un reflejo de la política y el periodismo. Lo que aquí llamamos Nueva Política ya lo plasmó el Nuevo Periodismo, todo muy nuevo, pero allá por la década de los 60. El libro en el que Tom Wolfe sienta las bases del Nuevo Periodismo -precisamente se llama Nuevo Periodismo- incluye una serie de reportajes que para él resumen las características que loaban el género. Uno de los escritos es el primer capítulo de Cómo se vende un Presidente, de Joe McGinns. En él se nos presenta a Richard Nixon en las tomas buenas y en las tomas falsas de hasta tres anuncios correspondientes a la campaña de las elecciones de 1968. Lo importante es que McGinns plasma todas las tomas y los intentos de Nixon, que fueron cinco en el primer anuncio, cinco en el segundo y dos en el tercero. Con ello podemos hacernos una idea de lo importante que era ya la imagen, y si alguien lo sabía era Nixon. Aquellas elecciones de 1968 las ganó. Seguramente sea aventurado asentar que las ganó por estos anuncios, pero lo que es inamovible es que no las perdió, como sí que ocurrió en 1960. El 26 de septiembre de aquel año se televisó el primer debate presidencial de la historia, simiente de la Nueva Política y por consiguiente de la Nueva Televisión. Antes del susodicho debate, Kennedy llegaba por detrás en las encuestas, gracias a que estuvo relajado, o al menos lo aparentó. Nixon en cambio sudó, sudó mucho, su aspecto no era bueno porque había pasado recientemente por el hospital y rehusó maquillarse. Apenas mes y medio después de aquel primer debate -habría dos mas- Kennedy se impuso a Nixon por una diferencia escasa en el voto popular nacional 112.827 votos, o lo que es lo mismo, un 0,17%.

A veces un mojón bien envuelto resulta efectivo. Como quizás fue Kennedy. Como quizás es House of Cards. Un hurra por los papeles de regalo bonitos.

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