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Ángeles con medias sucias

  • Foto del escritor: Sergio Vázquez
    Sergio Vázquez
  • 10 mar 2016
  • 4 Min. de lectura

"Todos somos los buenos. Vosotros sois los buenos de los buenos. Nosotros somos los buenos de los malos".

Whitey Bulger, Black Mass.

El cine nos ha enseñado, casi siempre usando a la mafia, lo mucho que pueden bifurcar los caminos de dos amigos de la infancia. Lo hizo en la historia que primero fue verídica, luego se plasmó en libro gracias a la investigación periodística de Gerard O'Neill y Dick Lehr y poco después se vio en la gran pantalla con el título de Black Mass. Johnny Depp interpreta histriónicamente a Whitey Bulger, la figura por antonomasia del hampa en Boston. Si Bulger tornó en mafioso sin escrúpulos, su hermano acabó en Senador, y uno de sus vecinos en policía. Todos ellos estaban unidos por el barrio, pero -en principio- separados por la fina línea de la ley. Más desconocida es la cinta Ángeles con caras sucias (Michael Curtiz, 1938). La película muestra a dos jóvenes con caminos similares, amigos del alma, que deciden pasar una tarde robando plumas de un tren que acaba de llegar al condado. La policía les descubre y empiezan a correr para no meterse en un lío. Uno de ellos se queda un poco atrás, mínimamente rezagado, pero a la vez es suficiente como para que la policía lo atrape. Uno escapó y otro fue encerrado. 15 años después, por ese mínimo detalle, uno de ellos era sacerdote y el otro delincuente.

Rocky Sullivan y Jerry Conelly eran uno rubio y el otro moreno, como Rakitic y Özil en sus épocas mozas en el Schalke 04. Ninguno de ellos intentó robar plumas en un tren, y mucho menos acabó siendo mafioso. Distaban mucho de ser jugadores importantes en el club alemán, pero su coincidencia marca el punto de encuentro entre dos jóvenes traviesos, los zipi y zape de lo intermitente. En su infancia, o juventud futbolística, respondían a un mismo patrón: pechofríos y guadianescos, mostrando el talento a cuentagotas. Hubo un tiempo, quizás también por un mínimo detalle que se nos escapa, en el que sus caminos bifurcaron y hoy son jugadores muy distintos.

Mesut Özil se formó en las categorías inferiores del Schalke 04. Defendió la camiseta del primer equipo en las temporadas 2006/2007 y 2007/2008, aunque en enero de esta última hizo las maletas y se separó de Rakitic. De hecho, los primeros seis meses de esa temporada fueron los únicos en los que compartieron vestuario. Özil se mudó a Bremen hasta que se presentó al mundo en el Mundial de 2010. Tocó la élite con el Real Madrid pero se le empezó a escapar entre los dedos, pero eso decidió fichar por el Arsenal, donde iba a ser el líder indiscutible. Y lo está siendo, más le vale, porque los gunners desembolsaron 50 millones de euros, el traspaso más caro del club y en el que estuviera inmiscuido un futbolista alemán. Quizás por eso, por tener que ser el líder y por todas las expectativas que lo rodeaban, el alemán nunca se ha desprendido de la vitola de crack. Carga con la mochila de la responsabilidad, esa que le hace correr un poco encorvado, pero que no le deja caminar con regularidad. Özil recuerda al intermitente de ese coche que amenaza con girar a la derecha, pero no sabes si lo va a hacer; desconoces si el conductor quiere virar o es que simplemente se ha olvidado de borrar la señalización.

Si la trayectoria de Özil ha evolucionado en línea recta, la de Ivan Rakitic zigzaguea. El croata ha mutado de traje y hasta de personalidad, pasando de ser el pintor burgués de la corte a cargar con el lienzo, limpiar los pinceles y hasta maquillar a las musas. Tras la salida por la puerta de atrás de Özil, Rakitic aguantó dos temporadas y media más en el Schalke, hasta que en enero de 2011 fichó por el Sevilla. Llegó en el mercado de invierno quizás porque se presuponía que era un jugador frío. Orquestó bajo la batuta de Manzano, Marcelo y Míchel, quienes no acabaron de ubicarlo entre el mediocentro o la mediapunta, y, claro, se quedó a medias. Pero el bueno de Rakitic recuperaría su personalidad y alcanzaría la mejor versión con la llegada de Emery. El vasco le devolvió los galones de creador, pero para que no se borrara del campo le dio el brazalete, que pesa más que las muñequeras que vestía Son Goku.

A Rakitic aún le quedaba una mutación más. Cambió de traje y se pasó al azulgrana, y con ello cambió de estatus. De crack tornó en jugador de segunda fila. El Barça bailaba al son de Xavi, pero cada vez más al de Messi y al de sus socios en ataque, hasta a llegar a lo que es hoy en día el equipo. Los de Luis Enrique, espoleados por la personalidad del técnico, son un equipo que piensa mucho menos, que ya escasamente horizontalea. Es tan voraz como vertical, y de repente inclina el campo como se inclinaba aquel balancín del parque cuando tu compañero decidía bajarse. Ante tal vértigo, los más damnificados son los centrocampistas. Lo sufrió Iniesta, al que le costó adaptarse, y lo sufrió Rakitic, que no era el mediapunta del Sevilla y tampoco podía hacer de Xavi, porque el Barça ya no era el otro Barça. Su enésima -y parece que última- mutación ha sido la de ponerse el mono de trabajo. Ha pasado de diva sevillista a obrero del Camp Nou, haciendo un trabajo silencioso que apenas se nota cuando está, pero que mucho se echa en falta en su ausencia.

Nunca sabremos qué se dirían Rakitic y Özil si se volvieran a encontrar. Quizás se parecería a la conversación que mantienen el sacerdote Conelly y Sullivan cuando este último le quiere sobornar. El cura rechaza el dinero, a lo que su antiguo amigo le espeta: "Vamos, tú no eres un ángel". "No -respondería Rakitic-. No soy un ángel, pero me ensucio las medias".

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