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Sibiline Zidane

  • Foto del escritor: Sergio Vázquez
    Sergio Vázquez
  • 9 mar 2016
  • 3 Min. de lectura

"No hay civilización sin estabilidad social. No hay estabilidad social sin estabilidad emocional."

Un mundo feliz, Aldous Huxley

Cuando llegó el sonriente Zidane al banquillo blanco, muchos lo compararon con Pep Guardiola. Tienen tantas semejanzas que parecen hermanos. Con padre de pelo pobre, llegaron a sus respectivos clubes -en los que ambos habían jugado- con estos en crisis, siendo ellos imberbes en lo de entrenar, habiéndose fogueado con el pequeñín de la entidad. Pero escarbando un poco, parece que no son hermanos, o al menos son hijos de diferente madre. Tres son las diferencias que los separan: la sonrisa, el momento en el que llegaron y el trato con las vacas sagradas del vestuario. Tres diferencias que emanan de una misma problemática.

El francés llegó a mitad de temporada y sonreía. Sonreía en rueda de prensa, sonreía en los entrenamientos y en los partidos, hasta casi cuando recibía gol. Es esa sonrisa petrificada, de museo de cera, de foto de Instagram o Facebook para que todo el mundo vea lo feliz que soy. Forzada, pero inteligente. Zidane se aferró a la psicología más que a la táctica, sabedor de que era lo que necesitaban sus pupilos y también de que es el atajo más rápido para ganar la Champions. Diciéndolo mal y rápido, lo que buscaba era estabilidad, una felicidad en parte falsa, como la que reina en la Londres que dibuja Aldous Huxley en Un mundo feliz.

Pero ya se sabe que la magia del enamoramiento es finita y que las mariposas tarde o temprano vuelven a ser capullas. Lejos del Bernabéu pero también en él, contra el ya otro grande de Madrid, el soufflé francés empezó a desinflarse. Está más que confirmado ya que el efecto Zidane era, o es, un estado de ánimo. La sonrisa se desdibuja contra equipos superiores tácticamente, donde sale a relucir que este Real Madrid no tiene identidad. Incluso a veces se parece al de Benítez, pero sin él, como cuando Jack Torrance en El resplandor tenía todos los síntomas de bebedor, excepto la propia bebida. Eso sí, Zidane es más elegante porque le queda mucho mejor el traje, porque están Kroos, Isco y James. Y si juega Casemiro no es para contener, es para dar estabilidad. Ah, y sonríe.

Decía que había una diferencia madre entre Guardiola y Zidane, esta es, el momento en el que llegaron. El bueno de Pep tuvo todo el verano para cargarse a Deco y Ronaldinho, para intentar lo propio con Eto'o y volver a reconciliarse porque no hubo donde empaquetarlo. No tuvo la misma suerte Zidane, que llegó en enero y con un mercado abierto, pero era el invernal, más parecido al mercadillo a últimas horas del mediodía. Zidane sonrío y no provocó un polvorín, que ya bastante había en el vestuario madridista. Su táctica, escasa en el campo, se reserva a la mente, a la cabeza, al espolio, quién sabe si para conseguir la undécima.

Pero la sonrisa de Zidane, tornándose sibilina por momentos, camufla una idea, un as en ese traje que tan bien le queda. Se antoja que quiere llevar las riendas, ahora que quizás Florentino va a dejar que un entrenador ejerza como tal. Parece el protagonista de "Sé lo que vas a hacer el próximo verano", donde tiene la oportunidad de dar un paso al frente.

Sometido todavía a la camisa de fuerza de la felizidane, se empiezan a ver atisbos del Zidane entrenador y no amigo que se verá el año que viene. Lo hace disimuladamente, casi sin querer, pasando desapercibido, como cuando le da la vez a Mayoral y no a Jesé, cuando cambia a James en el minuto 60 o cuando deja en el banquillo a Isco tras el partido contra el Atlético. El Real Madrid es todavía difuso e indefinido sobre el verde. Zidane sonríe y poco más ¿No sonreíamos todos cuando estábamos de prácticas? Veremos cuando le hagan fijo.

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