Los cruces de la ira
- Sergio Vázquez
- 16 dic 2015
- 3 Min. de lectura
"Y en los ojos de la gente se refleja el fracaso; y en los ojos de los hambrientos hay una ira creciente. En las almas de las personas las uvas de la ira se están llenando y cogen peso, listas para la vendimia". Las uvas de la ira, John Steibeck.

Hace un par de días Jordi Alba, con su inocente cara de niño que aún cree en los Reyes Magos, revolucionó las redes sociales en México. Sin ninguna maldad, el lateral obsesionado con los árbitros asistentes afirmaba que todos -en el vestuario, se deduce- imaginaban que el rival azulgrana en la semifinal del Mundial de Clubes iba a ser el América. La suposición del bueno de Jordi sirvió para que los aficionados mexicanos, más confiados que él en la previa del encuentro de cuartos, cargaron contra todo y contra todos al caer contra el chinobrasileño Guangzhou Evergrande. En la suposición de culés y mexicanos hay una fondo tan solidario como ruin -o Ruiz, como diría aquel-.
En los últimos Mundiales de Clubes y en los próximas Eurocopa se han instaurado unas normas clasificatorias distintas, todas derivadas de la fórmula de ampliar el cuadro de participantes. Si la Intercontinental antes era un cara a cara entre europeos y sudamericanos, ahora el Mundialito -o Mundialazo- acoge el ganador de cada continente, e incluso participa algún equipo invitado, como un accésit literario ganado simplemente por el nombre. Más de lo mismo sucede en la Eurocopa, donde en la fase final -aunque parezca la inicial- compiten hasta 32 equipos, consiguiendo un hito en el deporte: que sea más complicado quedar eliminado que clasificarse.
Como en todo lo juzgable en la vida, hay una visión maniquea. Algunos lon ve como una oportunidad para los equipo humildes, mientras otros piensan que desvirtúa los campeonatos. Y los dos se equivocan, pero sobre todo están en lo cierto; o al revés, que más o menos viene a ser lo mismo. Una buena forma de acertar siempre es ponerse en lo peor, y en este asunto se traduce como querer utilizar a los equipos humildes para la distracción general, como se lanzaba a los gladiadores en Roma para que lucharan entre ellos o contra animales. Los gobernantes querían distracción para su pueblo y daban la oportunidad a los esclavos de vivir, pero ni por asomo pensaba que salieran airosos de las porfías.
No cuesta imaginarse a Platini y Blatter en una tesitura similar, no en un anfiteatro pero sí en su casa tomando whisky, fumando habanos y acariciando a su gato mientras dilucidan las semifinales y final, obviamente con equipos top. El pequeño se expone para que el grande lo chafe, y ya todos nos hemos distraído un rato antes de las grandes citas, cuando las palomitas dejan paso a las uñas.
Igual que los gobernantes romanos ya mencionados, ni se les pasa por la cabeza que el humilde conjunto pueda sobrevivir. Bien es cierto que exponerlo conlleva un riesgo de sublevación, como ese pequeño que intenta golpear la panza del grandullón, que lo sostiene que insultante facilidad sin dejar espacio entre su palma y la frente del pequeñín. A veces se erigen líderes inesperados, asemejándose a la hormiga que en la asamblea salvaje prometió bajarle los humos al elefante más temido del territorio.
Si todo en la vida es política, el fútbol no puede mantenerse aparte. Steinbeck muestra como nadie en Las uvas de la ira la indefensión de un pueblo oprimido ante los grandes poderosos, entes abstractos que no son nadie en concreto. Incluso en este paisaje desolador, el pueblo es el que gana aunque solo sea porque se mantiene y no se deja chafar, del mismo modo que un equipo pequeño saldrá vencedor del encuentro sea cual sea el resultado si ha sudado más que el rival. Conviene que Platini y Blatter se anden con cuidado porque, tal y como ocurría en la novela ganadora del Pulitzer, cuando el miedo o el complejo se convierten en furia, los poderosos están amenazados. No tener nada que perder otorga una gran ventaja contra aquellos a los que la victoria solo les supone una leve sonrisa.
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