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Juegos (y huevos) revueltos

  • Foto del escritor: Sergio Vázquez
    Sergio Vázquez
  • 9 oct 2015
  • 2 Min. de lectura

Digan lo que digan las sinopsis, la versión austríaca de Funny Games da miedo. Mucho miedo. No habrá ningún sobresalto inesperado ni se juega con la tensión en la oscuridad o una música tenebrosa. Eso es lo que hasta ahora se catalogaba como películas de miedo. Pero Haneke nos descubre que el simple sonido de una pelota de golf puede ser mucho más siniestro que cualquier zombie o espíritu. La tónica de dotar de vida propia y significado nuevo a los objetos, sospechosamente blancos, se repetirá todo el film.

Unos huevos son los culpables de que dos jóvenes presumiblemente educados se cuelen en la casa de vacaciones de una familia modélica. Pronto se descubre que ambos esconde una personalidad macabra. Son fríos como témpanos pero a la vez pasionales como niños. Son dos críos, pero dos críos chalados. Su actitud infanticida les lleva más allá que a robar en una casa rica. "¿Por qué no nos matan?", pregunta la madre de familia en un momento, a lo que uno de los jóvenes responde: "No olvidéis el factor entretenimiento. No nos vais a privar de ese placer".

Su forma de amenizar un simple robo es proponer varios juegos a la familia, a cual más tétrico. Todo ello bajo una apuesta base: la familia morirá a la mañana siguiente. Los desequilibrados chavales, ataviados de un blanco impoluto, recuerdan a ese grandullón del recreo que cogía sus tazos de Pokémon y se marchaba cuando veía amenazado su arsenal, y pronunciaba aquello de "juego revuelto". Pero él podía romper las reglas e incluso volver al pasado utilizando la palabra mentins, como si se pudiera rebobinar la partida. El papel del espectador podría ser el de árbitro ante las trampas en dichos juegos, pero va mucho más allá.

La película es una alegoría a la ironía dramática en la que el espectador se sentirá seguro e incómodo a partes iguales. Somos partícipes con varios guiños directos mirándonos a la cara, e incluso nos interpelan y nos piden opinión sobre cómo debe seguir la trama. "¿Ustedes qué opinan?", nos animan. Y nosotros, ya descolocados, no sabemos si somos cómplice, víctima o director.

El nivel de angustia, en lo más alto desde que empieza la película, disminuye ligeramente cuando los dos mozos no están en pantalla, aunque aumenta el dramatismo por las consecuencias de sus juegos, en otra muestra de la alegría que imprime Haneke a sus películas. El leve descanso de lobreguez termina rápidamente cogiendo fuerza para el swing final.

Más allá de los sombríos juegos y la personalidad de los jóvenes, lo que más miedo da a los espectadores es que la aventura de los perturbados no tiene principio ni final. Vienen de pedir huevos a alguien antes de hacer sufrir a George, Anna y Georgie, y posteriormente pican a la puerta de otros vecinos. Ni empieza ni acaba, provocando esa sensación de macabra infinitud que tanto inquieta al ser humano. Pero Haneke lo compensa haciendo que nuestras sensaciones tampoco terminen con los créditos. La película es resacosamente positiva. Cuando acaba, apenas tienes capacidad ni ganas para analizarla, pero al día siguiente solo piensas en el sonido de una pelota de golf y la sensación de haber visto una obra de arte.

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