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El combate final

  • Foto del escritor: Sergio Vázquez
    Sergio Vázquez
  • 24 sept 2015
  • 2 Min. de lectura

Las películas de boxeo no quieren despegarse de unos estereotipos marcados. Qué sería de estos films sin un personaje que viene desde el subsuelo del fracaso, que lucha por tener una oportunidad y que quiere llegar a lo más alto. Una chance que siempre llega, y que puede acabar en victorias por méritos propios o en derrota por trampas del rival. Si gano, es porque soy el mejor, si pierdo es porque el otro juega sucio. Ese es uno de los mandamientos de las películas de boxeo.

Million Dolar Baby no se aparta de esto en un principio, pero Clint Eastwood suelta la mano a otras películas de boxeo conforme avanza la trama. "Hasta aquí hemos llegado", les dice a The Fighter, The Wrestler o Cinderella Man. La elección de una mujer como boxeadora protagonista no es casualidad. Primer cliché roto. El desmarque de Eastwood se consolida en el combate final. Mickey Rourke, Mark Wahlberg o Russell Crowe luchan por su vida, su prestigio o por algo que llevarse a la boca. Diferentes motivos pero siempre en un mismo escenario: el cuadrilátero. En Million Dollar Baby no interesa esto. No hay que esperar a un combate vibrante, en el que la emoción de la gente contagia, viendo planos a cámara lenta mientras suena una música que derrocha épica. No al menos sobre un ring.

El desmarque magistral se dirige a evocar emociones de otro modo. Qué paradoja que cuando más transmite la película es cuanto más se aleja del ring. Eso es Million Dolar Baby. Y Hilary Swank agradece el cambio de escenario, aunque sobre el ring hace dos cosas bien: no desentonar en el lanzamiento de ganchos y baile de pies, y olvidarse de todo lo que ha aprendido cuando en principio solo es una camarera que guarda las sobras de sus clientes para llevarse algo a la boca.

Ni su familia le hace tener ganas de seguir adelante. Ahí es donde entra el Clint Eastwood actor. Sigue sintiéndose a gusto en ese papel de viejo cascarrabias con un caparazón que, cuando se quiebra, solo evoca ternura y sencillez. Y se rompe muy rápido por el doble vacío del manager Frankie: el personal, con una hija que le devuelve todas las cartas; y en lo laboral, donde nunca ha llevado a ningún boxeador a un combate por el título. Lógico que Swank se convierta en su sangre.

El film se torna un debate de lo moral y lo ético, reforzado por una relación de guasa entre Frankie y el cura de la parroquia. Eastwood y religión no son una buena combinación, una fórmula que el director utilizaría cuatro años más tarde en Gran Torino. El vínculo acabará siendo forzoso en el dilema moral más importante de la película.

En el papel de consejero entra un Morgan Freeman que le sienta de fábula ser narrador y amigo al mismo tiempo. El fabuloso reparto convierte en todas las escenas provechosas gracias a la espontaneidad trabajada de Swank, el equilibrio de Eastwood y la calma de Freeman. Los planos en los que aparecen los tres deberían enseñarse en las clases de interpretación.

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